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El Síndrome James Dean

Los que estamos cerca (muy cerca) de las cuatro décadas, ya llevamos más de 20 años viviendo la historia económica reciente. Lamentablemente sabemos que para ciertas cosas somos demasiado jóvenes, y para otras ya estamos muy viejos, siendo que a veces ello representa una contradicción que raya lo ciertamente irracional. Aquellos que nos dedicamos a la consultoría hemos oído, en palabras más o en palabras menos, que para opinar sobre temas de ciclos económicos nos falta “mucha sopa”. Independientemente de lo dicho, el hecho de estar viviendo en esta bendita tierra nos ha dado la posibilidad de desarrollar y manifestar un criterio propio acerca de la forma en que las cuestiones de negocios se desarrollan en la Argentina, siempre o casi siempre influenciadas por movimientos originados o sustentados desde lo político.

Hace un tiempo no muy corto quise tratar de entender mejor la forma de pensar de los empresarios que tienen tanto tiempo de empresa como yo de vida, y no me quedó otra alternativa que vincular ciertas conductas, preconceptos, prejuicios o estrategias (no en todos los casos las hay) a la realidad altamente variable que nuestros país ofrece como moneda corriente. Podemos llamarle volatilidad del mercado, falta de un plan país, carencia de políticas estructurales, imposibilidad de lograr cohesión de la clase política, e incluso volcar sobre los cambios rápidos, absurdos y, en algunos casos fatídicos, la mano negra de los intereses externos. Me puse a pensar en los años en los que mi trabajo estaba detrás de un mostrador de comercio, ya que empecé a trabajar de muy joven, y desde los años 80 vengo presenciando “crisis”. En nuestro inconsciente la palabra crisis no significa “cambio” como para los orientales, sino que representa que las cosas a como venían van a cambiar, y muy posiblemente para peor. Hasta ahora, de todas las crisis o pseudo-crisis que me han tocado vivir, la única en la que algo cambió fue en la acaecida entre 2001 y 2002. Entiendo, entonces, que no en base a mi experiencia sino en la propia de cada uno que toma decisiones respecto de su empresa, emprendimiento o comercio, las crisis que los marcaron a fuego entregan materia prima determinante para moldear justamente esas decisiones. En ese momento imaginé a los empresarios que más crisis vivieron o a los que más fueron golpeados (siempre los pequeños y medianos, por supuesto), como émulos lógicos de James Dean, quien acunó una frase de las más famosas de Hollywood: “Vive rápido, muere joven y deja un hermoso cadáver”. ¿Por qué lo dijo? Solo él lo sabe. Pero quizá entendía que la mejor forma de vivir la vida era al límite, o quizá sospechara que no habría otra opción.

En nuestro país, el largo plazo son cinco años, el mediano plazo son 18 meses y el corto plazo es pasado mañana. Cansado estoy de escuchar que en Argentina los ciclos económicos duran siete años, y que después de ese plazo de cuasi bonanza “se pudre todo”. Entiendo a los que entienden, y pueden afirmar esto mismo desde el conocimiento más que desde la mera sospecha, pero creo sinceramente que para la toma de decisiones pesa menos el conocimiento que la sospecha, a la que a veces llamamos intuición. Y el viejo refrán tan nuestro que reza que el que se quema con leche cuando ve una vaca llora combinado con la sospecha de que las bonanzas son tan cortas como la vida de un chico que acaba de terminar el segundo grado, nos resulta en empresarios que piensan casi como James Dean: “Hacé negocios rápidos, salí rápido y con la mayor rentabilidad posible”. Agreguemos el mandato de nunca fiarse de las políticas de cualquier gobierno, porque todos terminan en lo mismo; nunca planear más allá del mediano plazo, porque jamás se sabe lo que puede pasar; ni en chiste invertir más de lo que tenemos reservado en nuestras cuentas bancarias, por si todo sale mal; y pese a todo, no tomar compromisos en moneda extranjera, por lo que ya sabemos que puede pasar y que ahora, a Dios gracias, no pasa (se llama Inflación). Todo esto afecta no solo a la forma de hacer negocios, sino a sus beneficios esperados, que a mayor riesgo naturalmente deberían ser mayores. Todo esto nos quita competitividad, nos resta expectativas, nos suma inestabilidad y nos aporta inseguridad. En síntesis, pareciera que ello atenta contra la necesidad de planificar para hacer negocios, para hacer empresa, para crear valor y para crecer.

No podemos seguir usando el criterio del fallecido actor aggiornado a los negocios, aunque quizá muchos al igual que yo, piensen que hoy como antes las reglas de juego del mercado no están claras, que no existen lineamientos que nos definan como Nación, estructuralmente hablando, que no existe seguridad jurídica y que el país está dividido entre los que son partidarios del “modelo” y los enemigos de ellos (el término medio parece ser tan esquivo como el sentido común, y ambos nos han abandonado). De cualquier manera seguimos llevándonos a marzo la materia “estrategia empresaria”, aquella que sin hacer incontables ejercicios prácticos de planificación nunca aprobaremos; al igual que sin animarnos a pensar en un largo plazo que nos permita modificar paradigmas nocivos para la Argentina toda, nunca podremos abandonar nuestro síndrome de James Dean.

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